COYUNTURA

La caravana migrante frente al apartheid global.

La caravana migrante frente al apartheid global

Por Osmar Villalobos Cristerna

Es indudable que las migraciones internacionales constituyen uno de los signos diacríticos del mundo globalizado. En los últimos 40 años, más de 200 millones de seres humanos han debido abandonar sus entornos culturales locales y cruzar fronteras estatales de forma no documentada. Miles han muerto en el intento. Y es que, en esta época caracterizada por la masiva movilidad de las personas a escala planetaria, como efecto de la violencia económica anónima del capital, el ascenso del neoconservadurismo, la degradación ambiental y los conflictos armados en zonas ricas en recursos, se observa la multiplicación de técnicas dirigidas al control e inmovilización de población sobrante y excluida. Las fronteras emergen como complejos dispositivos de seguridad que pretenden garantizar el movimiento seguro de mercancías y «ciudadanos de primera»; a la vez que funcionan como grandes zonas de no-derecho para los sujetos empobrecidos y racializados del Sur Global.

Sin importar que transiten desarmados y huyendo de las condiciones creadas por un sistema histórico, las migraciones con dirección Sur-Norte son definidas como amenazas de naturaleza estratégica por las principales sociedades receptoras de migrantes. Desde el lado derecho del espectro político, se construyen y promueven discursos de odio que criminalizan y deshumanizan al sujeto migrante, que invocan el estado de emergencia, que apuntan al fortalecimiento de fronteras y a hacer valer el estado de excepción. Mientras tanto, incluido como excluido, despojado de derechos, el sujeto migrante se ve sometido a condiciones extremas de superexplotación, persecución, reclusión, concentración, deportación y muerte; con la anuencia de amplios sectores de la población envueltos bajo el manto ideológico del nacionalismo. 

Externalización fronteriza

En este apartheid de escala global que se construye[1], el proceso de externalización de las fronteras ha jugado un rol fundamental en el mantenimiento de las asimetrías espaciales y en la restricción del acceso de las poblaciones del Sur a las condiciones de vida privilegiadas de las sociedades del Norte[2]. De forma similar a la deslocalización industrial, y a través de distintos mecanismos de presión, se transfieren competencias y responsabilidades de control a los países expulsores y de tránsito migratorio, produciendo espacios de filtración o zonas tapón ajenos al territorio de los países de destino. Se configuran redes de fronteras interiores que gestionan diferencialmente la movilidad de las personas según su posición en una clasificación, juzgando su valor a partir de marcadores fundamentalmente económicos, raciales y de nacionalidad. Se asiste, en muchos contextos, a la convergencia de la defensa militar del territorio con el control policial de las fronteras, transformando el estatuto de las migraciones en asunto de seguridad nacional, y justificando medidas de discriminación territorial con discursos de lucha contra el crimen organizado transnacional y la defensa de los derechos humanos.

La extensión virtual de las fronteras se observa claramente en las relaciones Europa-África, en donde las costas del Magreb se han configurado como grandes zonas de retención, detención y reclusión para miles de personas desplazadas por la miseria y el despojo neocolonial en África y Medio Oriente. Tiene lugar, también, en las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina; en la medida en que, para decenas de miles de personas que ingresan irregularmente por la frontera sur mexicana buscando instalarse en los Estados Unidos, el territorio mexicano se consolida como una frontera vertical que comienza en el río Suchiate y se extiende miles de kilómetros hacia el norte. Se trata, principalmente, de ciudadanos de los países del Triángulo Norte de Centroamérica, desplazados por las múltiples formas de violencia (económica, política, criminal y feminicida) en las que se desenvuelve su vida cotidiana.

El muro que se construye

Este proceso de externalización de la frontera sur estadounidense puede rastrearse hasta la creación del Instituto Nacional de Migración (INM), en el marco de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), consolidando con la puesta en marcha del Plan Frontera Sur, en julio de 2014, tras “la crisis de menores no acompañados”. Dicho Plan tiene como objetivo explícito garantizar el respeto a los derechos humanos de los migrantes en tránsito, combinando el discurso de combate al tráfico de drogas y de personas. Componentes medulares del Plan Frontera Sur son las medidas para erradicar el uso del tren carguero como medio de transporte[3], combatir a grupos criminales que lucran con el cuerpo de los migrantes, así como tener mayor control sobre las vías ferroviarias con vigilancia y uso de tecnología.

Durante el primer año de operaciones del Plan Frontera Sur, alrededor de mil agentes migratorios de todo el país fueron trasladados hacia los estados del sur de México para “sellar la frontera” con Guatemala. Se incrementaron los operativos de control, principalmente de los retenes móviles llamados “volantas” en el estado de Chiapas, así como las redadas a hoteles y restaurantes en puntos estratégicos de la ruta migratoria. También, se reanudaron los operativos a lo largo de las vías del tren, los cuales habían cesado a finales de la década anterior, producto de las protestas de defensores de derechos de los migrantes ante las constantes muertes y mutilaciones.

Las detenciones de migrantes tienen lugar a lo largo y ancho del territorio nacional, mientras que los centros de detención para migrantes, con operaciones carcelarias, cubren prácticamente todos los espacios de tránsito. Desde el primer año de operaciones del Plan Frontera Sur, de acuerdo con los registros del INM y The Department of Homeland Security (DHS), la dinámica de deportaciones de centroamericanos desde México y Estados Unidos se invirtió. México pasó de deportar el 26% del total de los eventos de deportación de guatemaltecos, salvadoreños y hondureños desde Estados Unidos en 2014, a deportar un 56% más que los Estados Unidos en 2015. Desde enero de 2015 hasta el momento actual, México registró un total de 436, 125 eventos de expulsión de centroamericanos, mientras que los Estados Unidos registraron 293, 813.

Asimismo, la vigilancia continua sobre el flujo migratorio ha tenido el efecto de desviar las rutas históricas hacia espacios aislados, desconocidos, peligrosos y fuera del alcance de las redes de apoyo. Al intensificarse las restricciones al desplazamiento de los migrantes en tránsito, bajo el pretexto de defender sus derechos y evitar poner en peligro sus vidas abordando un tren no habilitado para pasajeros, aumentaron al mismo tiempo los riesgos de caer en las redes internacionales de trata de personas, el ataque de bandas de asaltantes, las extorsiones por parte de autoridades, las agresiones sexuales, los secuestros, las torturas y los asesinatos.

Esta fatal consecuencia difícilmente pudo ser ignorada por las autoridades encargadas de elaborar los programas y planes de gestión de la migración en México. Menos aun cuando se conocen los resultados de las estrategias de control de la migración por medio de la disuasión en la frontera México-Estados Unidos: al menos 8 mil migrantes muertos, incontables desapariciones y más de 15 millones de detenciones entre 1993 y 2012. Un efecto de la construcción de la frontera-muro desde 1993 y el desvío del flujo de migrantes indocumentados hacia espacios alejados de los centros urbanos.

El lento y silencioso genocidio

La frontera vertical que se ha erigido en México se observa claramente en las miles de detenciones y deportaciones de centroamericanos, pero también en el lento y silencioso genocidio que ocurre en los espacios de tránsito. De acuerdo con las cifras del Movimiento Migrante Mesoamericano, al menos 24 mil migrantes han muerto entre 2006 y 2015 durante su tránsito por México; mientras que el número de desaparecidos se estima entre los 70 mil y los 120 mil.

La tarde del 24 de agosto de 2010 fueron encontrados en San Fernando, Tamaulipas, los cadáveres de 72 migrantes sin documentos que viajaban con destino a los Estados Unidos. Se trasladaban desde Veracruz cuando fueron interceptados y secuestrados por sicarios de Los Zetas. Dirigidos a una casa de seguridad, fueron ejecutados al no aceptar ser reclutados por esta organización criminal fundada por desertores de los grupos de élite del ejército mexicano. En 2011, también en el municipio de San Fernando, se encontraron 47 fosas con otras 193 personas, presumiblemente migrantes nacionales y centroamericanos asesinados en masa. En 2012, en Cadereyta, Nuevo León, fueron hallados los torsos de 49 personas migrantes a las que se mutiló cabeza y extremidades, junto a una manta a través de la cual Los Zetas se atribuían la masacre. Se trata, por su brutalidad, por su obcecada voluntad de crear sentido, de los tres casos con mayor repercusión mediática. No obstante, estos acontecimientos de violencia masiva y muerte, lejos de ser una excepcionalidad, constituyen un elemento central en la gubernamentalidad migratoria en México.

En un estudio elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que data de 2009, se señala que, en un período de seis meses entre los años 2008 y 2009, se registraron 198 casos de secuestro masivo de migrantes centroamericanos. Es decir, un total de 9 mil 758 víctimas. En otro informe especial sobre secuestros de migrantes, la misma CNDH señalaba que en el año 2010 fueron 11, 333 los migrantes secuestrados en México. De acuerdo con estimaciones elaboradas por Cordero y Figueroa, la industria del secuestro de migrantes genera cada año entre 20 y 60 millones de dólares para las organizaciones criminales.

Se presume que muchos de los migrantes que desaparecen en México, y cuyos cuerpos no son encontrados, van a parar al mercado de órganos. Este es un negocio mucho más rentable que el del secuestro. Mientras que el mayor rescate por un migrante secuestrado ha sido de 10 mil dólares, por un solo órgano se llegan a pagar más de 150 mil. Los compradores de los órganos extraídos de los cuerpos empobrecidos y racializados del Sur son principalmente estadounidenses ricos que se trasladan hasta los hospitales clandestinos ubicados en las ciudades de la frontera norte de México.

Asimismo, el 70% de las mujeres centroamericanas que ingresan a México buscando llegar a los Estados Unidos han sido abusadas sexualmente al menos una vez. Se las secuestra para la explotación sexual en bares y cantinas de la frontera sur, o para venderlas como objetos sexuales desechables a camioneros. De acuerdo con una investigación realizada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el 98% de las mujeres explotadas sexualmente en la frontera sur mexicana son centroamericanas. Tapachula, Chiapas, es considerada la tercera región del mundo en cuanto a prostitución, y el rango de edad de las mujeres centroamericanas víctimas de trata oscila entre los 10 y los 35 años.

Está ampliamente documentado que la captura y traslado de los migrantes a casas de seguridad son apoyados, en muchos casos, por agentes del INM. La complicidad implica desde la tramitación de documentos apócrifos del INM, hasta la simulación de controles migratorios en los que aseguran a los migrantes y los conducen, en los vehículos oficiales, hacia las casas de seguridad administradas por Los Zetas. A cambio, los agentes migratorios reciben un pago que se suma a su salario como empleados del Estado.

En el contexto mexicano, los medios de vigilancia y coerción sobre los flujos migratorios no son monopolio de un aparato estatal bien definido. Actores sociales especializados en la producción de la violencia han establecido sus propios dispositivos de seguridad en los espacios por los que transitan los migrantes, como expresión de una disputa -o negociación- por el control poblacional y territorial que persigue fines lucrativos. Como sugiere Amarela Varela[4], el gobierno de la migración en tránsito por México es una mezcla de formas de gubernamentalidad biopolítica con dispositivos necropolíticos que pretenden gobernar los flujos migratorios no documentados desde la premisa de que se trata de vidas desechables y radicalmente sustituibles.

La caravana migrante

El 13 de octubre, desde Honduras, una oleada de por lo menos 7 mil personas comenzó una larga travesía hacia los Estados Unidos. Una semana después, el 19 de octubre, la llamada caravana migrante llegó a la frontera sur mexicana, cimbrando la realidad de quienes desconocen -o se resisten a reconocer- las fuerzas económicas, políticas y sociales que conducen cada año a decenas de miles de personas de Guatemala, El Salvador y Honduras a abandonar sus lugares de origen e ingresar al territorio mexicano de forma irregular.

La actual etapa de la migración centroamericana hacia Estados Unidos, que comienza a inicios de la década de 1990, se explica fundamentalmente a partir de los procesos de restructuración productiva y de reorganización del dominio del capital a escala global. Son un efecto inherente del traslado de fases de trabajo intensivo hacia países en desventaja tecnológica que ofrecen abundantes materias primas y mano de obra barata para ser competitivos internacionalmente. Esta integración al nuevo orden económico en condiciones de subordinación y dependencia ha proletarizado aceleradamente a las comunidades rurales y ha acentuado las desigualdades estructurales entre países ricos y pobres.

En la nueva división internacional del trabajo, impulsada desde la década de 1970 para hacer frente a la crisis mundial de acumulación, la región centroamericana se ha especializado en la exportación de mano de obra barata y en la recepción de remesas, configurando, a su vez, al territorio mexicano como el principal corredor migratorio del mundo. Las nuevas formas de trabajo flexible y desregulado han condenado a amplios sectores de la población a la pobreza y la exclusión, creando las condiciones para expulsar a millones de personas dispuestas a trabajar extensas jornadas por salarios bajos en los centros de acumulación. En 2015, alrededor de 3,5 millones de centroamericanos residían en los Estados Unidos, representando un 8% del total de inmigrantes. El dinero enviado a familiares que permanecen en sus países de origen es, cada vez más, el punto sobre el que se sostiene la economía hondureña, salvadoreña y guatemalteca. Situación que, en definitiva, condiciona la disposición de los gobiernos de fortalecer el gasto social para buscar evitar el éxodo centroamericano.

En 2013, el porcentaje de personas en situación de pobreza en el conjunto de países centroamericanos ascendía al 43%, mientras que un 20% de la población se encontraba en condiciones de pobreza extrema. Guatemala, Honduras y Nicaragua se ubicaban entre los cinco países más pobres del continente. En Guatemala y Nicaragua, en 2014, el salario mínimo lograba cubrir, respectivamente, solo el 83% y 57% del costo de la canasta básica en contextos urbanos. Por su parte, en Honduras y El Salvador, después de cubrir el gasto alimentario, restaban únicamente 9.39 y 52.87 dólares para solventar necesidades como salud, educación y vivienda[5]. La situación está lejos de mejorar y miles de personas están siendo expulsadas por esta violencia económica anónima. Buscan acceder a empleos que permitan mejorar sus condiciones de vida, siendo la agroindustria y la construcción los sectores económicos que acaparan su fuerza de trabajo en los Estados Unidos y México.

No es casualidad, por otra parte, que hasta el momento se registren 1,743 solicitudes de refugio por parte de integrantes de la caravana migrante. Y es que Centroamérica cuenta con una de las mayores tasas de homicidios y feminicidios en el mundo. Solo en la capital hondureña, se asesina a 142 personas por cada 100 mil habitantes. Miles huyen cada año para escapar de la extorsión, la coacción, el reclutamiento forzado, los feminicidios y los asesinatos por parte de las maras; que son organizaciones criminales transnacionales formadas por pandilleros deportados desde Estados Unidos, y que hoy juegan un papel estratégico en el trasiego de narcóticos hacia ese país. La situación se ha agravado particularmente en Honduras, con la violencia política desencadenada tras el golpe de Estado de 2009 (con injerencia estadounidense, como señala Hillary Clinton en Hard choices), la militarización de la seguridad pública y los fraudes electorales de 2013 y 2017.

De los entre 200 mil y 400 mil centroamericanos que entran anualmente a México, alrededor del 25% son mujeres. Huyen de la superexplotación en la industria maquiladora y de la violencia machista en sus barrios y hogares. Buscan fugarse de la violencia sexual ejercida por familiares, vecinos y parejas. El aspecto más brutal del continuum de expresiones de violencia hacia las mujeres centroamericanas es la violencia feminicida. Las tasas de asesinatos de mujeres en El Salvador, Guatemala y Honduras rebasan las 10 muertes violentas por cada 100,000 mujeres. Entre 2003 y 2012 se registraron más de 12 mil casos de feminicidio. Migrar es una afirmación de sí mismas como personas que merecen una vida digna, y no apenas sobrevivir.

La caravana migrante se realiza desde hace 8 años. 8 años evidenciando las injusticias y contradicciones insalvables de un proyecto civilizatorio que hace crecer la miseria y el hambre de millones de seres humanos en proporción directa de la acumulación de capital. 8 años exigiendo a los Estados Unidos que se responsabilicen de los resultados de un largo historial de intervenciones en la región; primero para combatir al comunismo, viendo con buenos ojos las masacres de población civil durante los ochenta, en su mayoría de los pueblos mayas Ixil, Quiché, Chuj y K’anjobal, yahora con golpes de Estado para favorecer a las democracias liberales.

Estas caravanas se organizan bajo la lógica de que solo la colectividad permite protegerse de las miles de detenciones y deportaciones de personas forzosamente desplazadas que ocurren en el muro virtual que es México; así como del lento y silencioso genocidio que ocurre en los espacios de tránsito migratorio. Otras caravanas se organizan en busca de pistas sobre el paradero de familiares que han desaparecido en su tránsito por México. Sirven, además, para presionar a los gobiernos respecto a los fatales resultados del fortalecimiento de los controles de frontera y de un abordaje securitario que hace abstracción de la complejidad de un fenómeno social como la migración.

A diferencia de años anteriores, esta caravana es más numerosa y ha logrado mayor cobertura mediática. En buena medida, gracias a la continua referencia a la urgencia, a la construcción discursiva de los migrantes como amenazas y a la presión sobre los gobiernos de los países implicados. Los mecanismos de presión puestos en marcha involucran amenazas de reducción de la ayuda al desarrollo, cancelación de acuerdos comerciales y cierre y militarización de fronteras. Todos ellos constantes en los procesos de externalización fronteriza. No son casualidad, en este sentido, las imágenes de policías hondureños y mexicanos buscando taponar el flujo de las miles de personas que han salido desde San Pedro Sula.

La presidencia estadounidense no claudicará en sus esfuerzos de utilizar a la caravana migrante como táctica electoral ante la posibilidad de perder la mayoría en el Congreso tras las elecciones intermedias, que significarán un primer referéndum para Trump. Al colocar a la caravana migrante en el estatus de “emergencia nacional”, señalando que se han inmiscuido en ella criminales y terroristas, se ha pretendido seducir al electorado más reaccionario. Perder el control sobre el Congreso Federal implicaría dificultar aún más la concreción de promesas de campaña que llevaron a Trump a colocarse al frente del ejecutivo. Promesas tales como el amurallamiento de la frontera con México, la anulación de reformas en materia migratoria y la expulsión masiva de migrantes ilegalizados. En este escenario está en juego, también, continuar con la externalización fronteriza y la configuración formal de México como tercer país seguro.

Pero las fronteras, en todo caso, se disputan. Son complejos procesos a la vez geográficos, legales, institucionales y socioculturales que las definen formal e informalmente, y que dividen a las poblaciones material y simbólicamente. Estas definiciones son un campo de lucha permanente. Habrá que escapar, en este sentido, a pensar en la existencia del Otro como un atentado contra nuestras vidas. Romper con las ficciones de lo nacional y con los discursos que pretenden deshumanizar y criminalizar a los desplazados forzadamente, para ejercer una solidaridad radical de cara al apartheid global que se construye. Pensar en cómo establecer alianzas políticas entre los distintos pueblos del Sur para construir una globalización y una política internacional desde abajo, erigida desde todos aquellos que han sido sometidos y excluidos por la globalización desde arriba. En lo inmediato, como sugieren quienes conforman el Movimiento Migrante Mesoamericano, habrá que acompañar y abrazar a esta caravana con nuestros propios cuerpos y recursos, caminar con ellos y abrir las puertas de nuestros barrios.


[1] Sobre el apartheid global, ver G. Kohler, Global apartheid, Alternatives, 1978; S. Amin, ¿Globalización o apartheid global?, Archivos del presente: Revista latinoamericana de temas internacionales, 2001.

[2] Sobre la externalización de los controles de frontera, ver G. Campesi, Migraciones, seguridad y confines en la teoría social contemporánea, Revista Crítica Penal y Poder, 2012; S. Gil, Deslocalizar los muros de Europa. Los países de origen y tránsito de inmigrantes en el control migratorio de la Unión Europea, Revista Temas de Antropología y Migración, 2011; L. GabrielliLa inmigración “informal” en las relaciones entre Europa y África Subsahariana, 2010A. VarelaLa "securitización" de la gubernamentalidad migratoria mediante la "externalización" de las fronteras estadounidenses a Mesoamérica, Contemporánea, 2015.

 

[3] El tren es el principal medio de transporte para el estrato de migrantes en tránsito que ha ingresado a México de forma irregular y que no cuenta con los medios económicos necesarios para viajar a través de una red de coyotaje.

[4] A. Varela, Las masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta: dos ejemplos de gubernamentalidad necropolítica, Íconos. Revista de Ciencias Sociales, 2017.

[5] Datos de 2014, con base en las estimaciones elaboradas por el Observatorio por el Derecho Humano a la Alimentación en Centroamérica: http://www.odhac.org/ 


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