Contra el tiempo; el genocidio, lxs sionistas encubiertxs y las tecnologías del silenciamiento
Por Fabian Villegas
“En Jerusalén, cada paso es una tumba./
Aquí cada paso es una tumba,/
cada abuela es una Jerusalén”.
-Mohammed El-Kurd
Nada define más la falsa ilusión de la “contemporaneidad” que la ficción moral de “contrato civil” sobre la defensa irrestricta de lo “humano”. Si sobre algo se sostiene el régimen de temporalidad colonial es precisamente sobre la construcción de contemporaneidades asimétricas, desiguales, contemporaneidades de excepción.
¿Dónde termina la cartografía de lo humano, y dónde empieza la cartografía de los espacios de excepción?
Un rasgo característico de la historiografía colonial ha sido encubrir la violencia de su narración a través de un ejercicio de demarcación temporal, donde la narración se instala en una temporalidad que (no) es la suya, se mueve con una opacidad tramposa dentro de una temporalidad neutra, ahistórica, sin ningún tipo de responsabilidad moral y política de su acto de habla.
Recuerdo mucho aquella reflexión de Lucie-Mami Noor Nkaké en “La memoria de la captura”, sobre esa condición perversa de la modernidad en la que nadie se presenta en (su) acto de narración como coetánex, contemporánex a un genocidio. Como si el genocidio fuera ajeno, antagónico a la noción de contemporaneidad, o como si una condición de la contemporaneidad fuera la “superación histórica” de los genocidios. Hay un contrato social, una relación contractual con la temporalidad de la modernidad, para ver al genocidio siempre desde una dimensión anecdótica, retrospectiva, de no coetaneidad. De irresponsabilidad absoluta. En ese sentido, siempre queda abierta aquella curiosidad primaria. ¿La gente sabía? ¿La gente sabía lo que estaba pasando en el triángulo Ixil en Guatemala durante el genocidio étnico y la política de la tierra arrasada? ¿La gente sabía lo que estaba sucediendo en Kigali durante el genocidio en Ruanda? ¿La gente sabía lo que estaba sucediendo durante los 80 días continuos de bombardeos y torturas en la guerra de Kosovo? ¿La gente sabía algo de lo que pasaba en los campos de concentración en Belzec en Polonia? ¿La gente escuchó, vio algo de las masacres de los pueblos originarios en Australia, de las torturas y masacres en Camboya, Namibia, Chad, Pretoria, Kabul, Bagdad, Trípoli, o durante el “Porraimos” sobre el pueblo gitano? ¿La gente ha escuchado los lamentos de lxs Rohingyas en Myanmar? Cuando tenía 12 años le pregunté a mi abuela si recordaba algo que se haya dicho sobre el Holocausto, me dijo que no; mi abuela no cursó ni la primaria, así que lo poco que haya podido escuchar lo escuchó en la radio, y con certeza creo que las campañas contra la difteria y el cólera eran tan agresivas en su barrio que ganaban más terreno y atención que cualquier acontecimiento en un país lejano.
Al 105 dias , desde el 8 de octubre, han sido asesinadas 27, 800 personas palestinas —44% de ellas menores de edad—, 66 mil heridxs, 2 millones de desplazadxs. Se han vertido sobre la Franja de Gaza 43 mil toneladas de explosivos, lo que representa el triple de explosivos empleados en Hiroshima —en cuatro semanas se han vertido más explosivos que los que se virtieron en todo un año en Afganistán—, en un territorio de no más de 360 kilómetros al cuadrado, habitado por cerca de 2,4 millones de habitantes, lo que lo convierte en uno de los territorios con mayor densidad demográfica del mundo. La Franja de Gaza no es una franja, es un territorio.
El genocidio palestino ha sido un ejemplo paradigmático en cómo la big data, la estadística y la cartografía han sido dispositivos coloniales de violencia, despojo, silenciamiento, y de imposición de un orden necropolítico. Estramos frente a un genocidio transmitido en horario estelar en el que se han usado todos los recursos narrativos para construir un régimen de silenciamiento. Tecnologías de silenciamiento con base en cercos informativos, violencias algorítmicas, cambios de narrativa, modelos de editorialización, instrumentalización de relatos históricos, censura, hostigamiento, baneos, intimidación y análisis de una mediocridad y cinismo inaudito, que encuentran en las gramáticas de lo “complejo” esquiroles para encubrir lo más evidente: el genocidio.
Tomar los ataques de Hamás del 7 de octubre como punto de partida es un ejercicio profundo de desmemoria histórica, que refrenda mucho la necropolítica sionista. Si algo ha sabido hacer el sionismo desde la Guerra de los Seis Días (1967) es hacer de la desmemoria un patrimonio ideológico de Estado. Decía la poeta Leila Khaled que no ha existido un dia, un solo día desde 1948 en que el pueblo palestino no haya estado bajo un espiral de violencia, sufrimiento, o haya sido víctima de todo tipo de transgresiones a su tierra. En la disputa por la memoria histórica las narrativas importan; bajo esa premisa es un ejercicio de memoria histórica traducir el colonialismo de ocupación israelí desde 1948 como un crimen de guerra.
Si partimos del (genealógico) desplazamiento forzado de 750,000 palestinxs durante el nacimiento del Estado de Israel, a través de los grupos paramilitares del sionismo (Irgún o Haganah), a los sistemáticos procesos de despojo territorial, confiscación de tierras y parcelas, asentamientos ilegales, privación de posesiones, desmantelamiento de medios de producción, restricción en el acceso al mar, desvío de recursos naturales (palestinos) como el agua y tierras de cultivo para los asentamientos ilegales de los colonos israelíes (que hoy dejan al 63% de la población de Gaza en inseguridad alimentaria). Prohibición y restricción en el acceso a agua potable y energía eléctrica, allanamientos ilegales, restricción a la libre circulación y movilidad, leyes irrestrictas de criminalización de la población palestina, mayoritariamente joven. Abuso policial, detenciones arbitrarias, tortura, ejecuciones extrajudiciales, violación de derechos humanos, restricción en el derecho al espacio público, demolición y destrucción de patrimonio histórico y espacios de memoria, destrucción de archivos históricos, destrucción de tejido comunitario, sistemas de ancestralidad, territorialidad y comunalidad, control y restricción sobre las entradas y salidas del país, marcos legales que prohíben a lxs refugiadxs palestinxs su derecho a retorno (derecho a regresar a casa), leyes que impiden la reunificación familiar palestina, criminalización de la bandera palestina, prohibición y criminalización del derecho al duelo.
No hay un conflicto Israel-Palestina, estamos frente a un genocidio civil basado en los principios de territorialidad del “colonialismo de población”, en el que el Estado israelí ha sostenido su proyecto desde 1948 sobre un conjunto de necropolíticas híbridas orientadas a desaparecer al pueblo palestino entero y a administrar militarmente sus mecanismos de sobrevivencia.
No hace falta leer a Ilan Pappé o sumergirse en el trabajo de archivo de Ariella Azoulay (dos prominentes judíxs antisionistas) para entender el genocidio como proyecto político fundacional desde 1948, hace falta sólo abrir un mapa para leer la trazabilidad de la cartografía del despojo. Tan sólo en los últimos cincuenta años Israel se ha apropiado de más de 138,000 hectáreas palestinas, ha demolido cerca de 71,000 viviendas y estructuras, ha incentivado el incremento exponencial de asentamientos y colonos ilegales, a través de la construcción masiva de proyectos de vivienda pública y privada que a la fecha auspician a más de 700,000 colonos que viven en la Cisjordania ocupada, incluida Jerusalén Oriental. Sin mencionar todos las herramientas y dispositivos arquitectónicos-espaciales que han sido claves para el apartheid, la administración jurídico-política y la gestión biopolítica de la población y el territorio. Decía el prisionero político Muhammad Al-Ardah que la demolición de las viviendas tiene un rol psicológico devastador, de re-edición de la violencia en esta cartografía del borramiento y en el genocidio como proyecto político.
No hay ningún entramado de violencia colonial que ejemplifique mejor el significado del colonialismo de población que el Estado de Israel en relación al territorio palestino. La “judaización” del territorio palestino es constituyente del genocidio como proyecto político del sionismo.
El connotado concepto de deterrence (cuyo origen etimológico significa persuadir por medio del terror) —que hoy forma parte abierta no sólo de la discusión pública, sino del lenguaje asqueroso de los ministerios, de las semánticas institucionales, militaristas, e incluso de los servicios de inteligencia del Mossad, Shabak, Aman y de las políticas de seguridad nacional— exhibe muy bien el rol del genocidio. En la política de la desmemoria no basta con el genocidio, no es el genocidio por el genocidio, hay que espectacularizar el genocidio, es el genocidio un instrumento pedagógico para ejemplarizar no sólo la violencia colonial, sino el dispositivo para ejemplarizar una verdad histórica. Una verdad histórica construida como monumento estatal del sionismo, que opera de espaldas al judaísmo, al pueblo judío, a los pueblos semitas, a la población jázara, a la población israelita. Hago esta última acotación por la instrumentalización histórica de la narrativa del antisemitismo para cancelar cualquier gesto de solidaridad y denuncia contra el genocidio palestino. La solidaridad y la lucha con y por el pueblo palestino abraza a los pueblos semitas, es prosemita. ¿Cómo no va a abrazar a los pueblos semitas (todos) siendo el pueblo palestino tambien un pueblo semita? En un ejercicio de responsabilidad histórica con los pueblos víctimas del antisemitismo, es fundamental y urgente sacar ese concepto de este escenario. Esta es una solidaridad y un movimiento de lucha fundamentalmente anticolonial y antisionista, en contra del proyecto colonial, fascista, necropolítico y deshumanizante que ha representado históricamente desde su fundación el sionismo y el Estado de Israel, punto.
La noción de guerra se circunscribe a la construcción de los Estados Nación y los imperios; por tanto, editorializar el genocidio como un “conflicto bilateral” no solamente refrenda la maquinaria de desinformación sionista, sino que termina funcionando como un capital político del sionismo para profundizar el genocidio y conquistar con la opinión publica internacional la legitimidad de su islamofobia y sus necropolíticas.
Volvemos con la pregunta primaria, ¿la gente sabe? Sí, la gente sabe, sólo que, dentro de las tramas de la abominable moral mediática y la empatía selectiva, Palestina es un (no) lugar, un espacio de excepción dentro de la cartografía de los derechos humanos y de las gramáticas del derecho internacional. Bajo el régimen colonial de la modernidad, la contraseña para entrar a la cartografía de los derechos humanos depende del régimen binario de la “legalidad” vs “ilegalidad”, como única forma de existir universalmente frente al derecho. Bajo esa premisa la maquinaria de desinformación sionista y la islamofobia occidentalocéntrica han hecho del pueblo palestino una colectividad de una profunda ilegalidad histórica.
Frente al genocidio hay pactos de silencio, tecnologías de silenciamiento, regímenes de silenciamiento. Frente a la tibieza, omisión, y estulticia de editorilizar el genocidio como “un conflicto bilateral”, “una guerra de complejidad histórica”, “un cese al fuego en ambos lados”, “todas las vidas importan”, “paz y estabilidad en Medio Oriente”, hay un manifiesto acto de complicidad con los perpetradores del genocidio. Los mandatos del silencio por consenso institucional, corporativo, estatal, son un gesto público de complicidad con uno de los entramados de terrorismo de Estado, violencia, despojo y política de la muerte más ominosa de la contemporaneidad.
Y con esto no sólo me refiero al ajedrecismo geopolítico al que juega la admnistración de Biden en su apoyo político y moral al genocidio, al igual que Reino Unido, Francia, Egipto, España, Canadá, Líbano, Australia, etc. Ni a los miserables ejercicios performativos de la retórica cautelar del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ni a los lobbys políticos, ni a los nuevos poderes fácticos que articulan GAFAM, MAGMA, FAAMG, o Wallstreet, Hollywood y la industria inmobiliaria de los Estados Unidos, ni a todo el resto de conglomerados de la economía política del extractivismo que de sobra sabemos su relación con el sionismo. Sino al régimen de silencio de todos esos corporativos globales de multimedios, conglomerados de instituciones culturales-artísticas, museos, organizaciones sin fines de lucro, proyectos editoriales, bienales del Norte Global promotoras del “multiculturalismo liberal”, de las agendas interseccionales, del ambientalismo chabacano, del antirracismo performativo, del metarrelato del “Sur Global”, de la plétora de los discursos poscoloniales, de la agenda 20-30, de la democracia cultural, del “compromiso irrestricto con los derechos humanos” y la justicia social, en los que —en muchos de los casos— sus mesas directivas, consejos, y financiadores están integrados por plutócratas afines al sionismo o al Estado de Israel. Esta vez su pacto de silenciamiento está bañado de sangre.
Frente a la muerte no hay espacio para el optimismo, el infanticidio de Gaza nos advierte que esta vez no hay guerra por disputar, hay en el duelo y los escombros una memoria para contabilizar todo lo perdido. Nos queda la disputa por la memoria, nos toca denunciar sin tregua que estamos siendo testigxs de la operación histórica de un genocidio.
«Cántame una canción de casa,
rompe un plato o dos, tira una piedra o dos,
porque los gritos me dan nostalgia:
ya casi no temo al ruido de las sirenas”.
-Mohammed El-Kurd
TEXTO PUBLICADO Y EDITADO ORIGINALMENTE POR TERREMOTO MAGAZINE
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