Tres tristes tigres.
Masculinidades, racialidad y fantasías coloniales.
Por Fabián Villegas.
Porque es importante hablar de masculinidades coloniales? Porque es importante visibilizar la interrelación entre masculinidad, racialidad y entramado colonial? Porque es importante hablar de masculinidades y estructuras de desigualdad racial?
Porque es importante identificar que toda identidad nacional se configura desde la interpelación de lo masculino?
Porque es importante identificar los vectores de opresión, desigualdad y violencia múltiple que configuran esa masculinidad del relato nacional, esa masculinidad del modelo colonial?
Cada una de estas preguntas tienen distintas resonancias en función de como regionalmente está construido cada relato nacional, en relación a sus modelos de racialización/sexualización, y en función del abordaje profundamente desracializado y despolitizado que habitan las conversaciones sobre “nuevas masculinidades” en el contexto de Latinoamérica.
Especialmente dentro de este boom sobre “nuevas masculinidades”, “masculinidades no hegemónicas”, “masculinidades solidarias” que prescinden en muchos de los casos, de los marcadores de raza, clase, correlatos coloniales y otras posicionalidades, como marcos analiticos y de problematización, esto sin mencionar los cuerpos y los espacios donde se están activando estas conversaciones.
Muchas de las iniciativas a nivel regional que han apostado a descentralizar la conversación, desarrollando “metodologías de intervención” (concepto que ya de por sí es profundamente conflictivo) en sistemas penitenciarios, consejos barriales, incluso instituciones militares han reforzado paradigmas racistas y coloniales. Sostenidos sobre la presunción colonial que afirma la mayor proclividad que tienen los cuerpos racializados y periféricos a ser habitados por masculinidades violentas o hegemónicas.
No es casual que muchas de estas “metodologías de intervención” sean percibidas desde las cuerpos racializados como dispositivos opresivos de imposición de modelo civilizatorio, en los cuales no solo se busca modificar, desmantelar, prevenir las prácticas performativas de lo masculino, sino que se termina por estigmatizar a tabla rasa como violento y como “masculinidad hegemónica” todo el ecosistema cultural, memoria histórica, lenguajes identitarios de la subjetividad racializada, que van desde formas del afecto, sexualidad, espacio público, esparcimiento, hasta cultura comunitaria, baile, goce, estética, corporalidad etc.
Existen problemas metodológicos y problemas de abordaje en el escenario regional, que en su elasticidad solo transitan en dos direcciones: En el abordaje de las masculinidades desde la performatividad, desde la construcción de identidades no binarias, desde experiencias de disidencia sexual y diversidad sexo generica exclusivamente blancas, o desde el enfoque ultra heteronormado, y conservador que “trabaja” las masculinidades exclusivamente desde la “psicologia comunitaria” que centra sus análisis desde un campo de intervención pedagogico-clinico-punitivo-sanador, que es en el 90% de los casos ejecutado por hombres blancos heteronormados desvinculados cultural, identitariamente y en experiencia de clase del espacio donde desarrollan la “intervención”. A modo de sorna, no es Luis de Lion interviniendo a Jorge Drexler, es Jorge Drexler interviniendo a Luis de Lion. Es Ritxar Bacete moralizando las dinámicas de homosociabilidad de las crónicas de la barbería de Inua Ellams.
Por menos relevante que lo pensemos, el abordaje importa, produce sentidos distintos, líneas de investigación distintas, genealogías distintas, cartografías y sujetos de análisis distintos, estrategias distintas, solidaridades distintas, acciones directas y urgencias distintas.
Por ejemplo el estudio sobre masculinidades en el contexto latinoamericano aun cuando es abordado desde el metarrelato de lo nacional, produce distintas lecturas a partir de la tradición de pensamiento crítico o el campo de las ciencias sociales desde el cual ha sido problematizado. Uno de los enfoques que nos llevaron colectivamente a sistematizar reflexiones en torno a masculinidades fue el análisis complejo sobre el papel que desempeñó el mestizaje en la consolidación del Estado Nación y en la configuración de una ilusoria “subjetividad poscolonial”.
En ese sentido, el estudio sobre mestizaje y relaciones interraciales en dos contextos paradigmáticos de la región como lo fue el mexicano y brasileño por el impacto que tuvieron regionalmente sus tesis criollas como discursos fundacionales como lo fue “Casa Grande y Senzala” de Gilberto Freire, y “La raza cosmica” de Jose Vasconcelos activaron reflexiones totalmente distintas como consecuencia del campo mediante el cual fueron abordados.
La lectura del mestizaje y las relaciones interraciales en el contexto brasileño durante el Siglo XX estuvo totalmente marcado por la sociología. En el caso mexicano el análisis sobre el mestizaje y el estudio sobre relaciones interraciales estuvo atravesado por la historia positivista, la antropología, incluso la etnografía. No quisiera entrar mucho en detalle pero ese abordaje determinó en muchos sentidos el modelo esencialista, estacionario, conservador y criollo sobre el que se ha abordado la negritud en México desde mediados del siglo XX. No estoy aquí jerarquizando un abordaje sobre otro, ya que ambos fueron responsables de consolidar dispositivos de amestizamiento violento, borramiento, asimilación identitaria dentro del relato nacional, sin embargo es importante identificar los diferentes tránsitos condicionados por los dos distintos enfoques, el sociológico y el histórico positivista.
Hay una relación intrínseca y de complementariedad colonial entre relato nacional, narrativas de racialización y práctica performativa de lo masculino.
Apuntaban Michelle Wright y Joane Nagel en dos contextos diferentes, en relación a la tesis de “Las comunidades imaginadas” de Benedict Anderson que bajo el modelo colonial, “las naciones” no solo fueron comunidades imaginadas, sino comunidades sexualmente imaginadas, en donde los criterios de diferencia racial y diferencia sexual no solo estuvieron permanentemente homologados, sino que operaron como dispositivos de relación contractual con la administración colonial, y posteriormente con la construcción de ciudadanía y territorio del Estado-Nación.
De la misma forma que la noción de “comunidades imaginadas” adquiere otra dimensión bajo el modelo colonial, lo mismo, muchísimas legislaciones, códigos civiles, religiosos, regulaciones y normativas de disciplinamiento que desde el siglo XVI y XVII se implementaron en los territorios como parte de los modelos de administración colonial. Por ejemplo, los dispositivos y narrativas de castidad y virginidad que operaban como instrumentos eclesiásticos, patriarcales de regulación en la sociedad blanca de la península ibérica, en el contexto colonial se instrumentalizaron por la corona, como cercos sanitarios, dispositivos de frontera para otorgarle una “dimensión” jurídica de ilegalidad a las relaciones interraciales, y para reforzar en lo público y privado modelos biopolíticos de gestión territorial y control demográfico de las poblaciones racializadas.
En un ejercicio anti esencialista sobre sistemas precoloniales podemos tener algunas intuiciones, podemos intuir que existían modelos espirituales de disidencia sexual, diversidad sexo-generica, incluso itinerarios identitarios que no respondian a las construcciones binarias y occidentalocentricas de genero. De los Waraos en Venezuela, a los zapotecas en México, de la población Igbo en Nigeria, a la población Baruya en Papúa Nueva Guinea etc. Podemos también tener la intuición de que existían asimetrías, jerarquías y posicionalidades por diferencial de género. Pero lo que sí podemos afirmar con absoluta certeza es que las asimetrías, jerarquizaciones, pactos y mandatos de lo masculino, opresiones que hoy definen las estructuras y lógicas del modelo patriarcal en la modernidad, vinieron como parte de la imposición del modelo civilizatorio del colonialismo. Tal como la tesis de la escritora nigeriana Ifi Amadiume lo indica, el colonialismo está configurado mediante redes de refuncionalización e interdependencia, en el que los patriarcados coloniales se incorporaron en los proyectos poscoloniales y de independencia, por ejemplo en muchísimos procesos revolucionarios y emancipatorios del Sur Global.
Son esas primeras narrativas de racialización y sexualizacion de interdependencia, entre el modelo colonial fundacional europeo, y el colonialismo interno emprendido por las repúblicas criollas, las que van configurando los mandatos de lo masculino, las prácticas performativas de lo masculino. Que históricamente han impactado de manera diferencial la masculinidad racializada, de la masculinidad blanca.
El caracter que tiene la masculinidad racializada como identidad situada, fija, imposibilitada historicamente para transitar sobre formas de disidencia sexual o diversidad sexo generica fue fundamentalmente un mandato colonial. Fue producto de legislaciones coloniales en lo público y en lo privado, producto de construcciones de ciudadanía que se impusieron como modelo civilizatorio donde la heteronorma fungió como un requisito, una llave de acceso a la humanidad, universalidad, modernidad y a la ciudadanía como subjetividad de lo público. Aspecto que fue interiorizado por los mismos discursos poscoloniales, que veían en la disidencia sexual y diversidad sexo-generica una dimension que fragilizaba la dignidad cultural, la identidad etnoracial, la blanqueaba.
Hay una construcción conceptual histórica muy perversa entre “feminización” y blanqueamiento como significantes de fragilidad poscolonial, incluso en ciertas tradiciones poscoloniales que ven en la identidad racial una identidad enteramente heteronormada.
Toda identidad nacional incuba imaginarios coloniales, toda identidad nacional tiene como sujeto de interpelación lo masculino, desde ahí también se configuraron los relatos de heroicidad nacional.
Los discursos fundacionales sobre los que se construyeron las ‘culturas nacionales” en Latinoamérica, tenían como receptor privilegiado al sujeto de lo masculino. La consolidación de los Estados Nación en términos ideológico-culturales se armonizó-cohesiono bajo pedagogías ilusorias de reconciliación de clase e igualdad racial, que buscaban encubrir o mostrar como superados los viejos antagonismos coloniales. Una de esas pedagogías violentas y dispositivos fueron los mandatos de lo masculino, las prácticas performativas de la masculinidad racializada en relación a un feminizado objeto de deseo blancocentrado. Muchísimas de las narraciones populares que se impusieron como “culturas forjadoras de identidad nacional” como políticas de amestizamiento (Ranchera en el caso de México) en toda la región, pasaron por esa narrativa de encantamiento autodestructivo y autoflagelante entre un hombre racializado y su incansable deseo por una mujer blanca o representada de piel clara. El encantamiento demandaba una masculinidad infragilizable, temeraria, que veía en la desigualdad, en la pobreza, en la precariedad, no un síntoma de injusticia o de desigualdad racial, sino una oportunidad para protagonizar un desafío contra cualquier calamidad como sentido de vocación patriótica y nacional.
Sobre el encantamiento de la masculinidad racializada con la representación colonial de una feminidad blancocentrada se consolidó no sólo la “reconciliación” de clase y “democracia racial” del proyecto nacional, la ilusión mestiza del Siglo XX, el mandato de lo masculino en lo público, sino también un principio demográfico de movilidad social, de la población racializada, indigena y afrodescendiente hacia la “sociedad mestiza” entendiendo el amestizamiento como una rúbrica de blanqueamiento, que instaló imaginaciones sobre sofisticación, desarrollo y modernidad.
Una de las preguntas centrales que abordamos en el seminario, para activar ciertas conversaciones fue:
¿Qué papel ha jugado nuestro marcador racial y color de piel dentro de nuestras sexualidades, dependiendo de nuestros contextos de clase?
Las respuestas nos llevaron a problematizar muchísimas cosas:
Primero: Afirmar que es más que evidente que las narrativas de racialización no operan independientemente de las narrativas de sexualización, sino que operan como sistemas interdependientes en el cuerpo. Segundo: Que esas narrativas no son estáticas, homogéneas, responden a la fluctuación de discursos en los entramados coloniales. Tercero: Que nuestro lugar de enunciación determina nuestra práctica performativa de lo masculino. Cuarto: Que no hay una sola masculinidad racializada, sino múltiples masculinidades racializadas. Quinto: Que las fantasías coloniales codifican una práctica performativa de lo masculino. Ejemplo: Los imaginarios sobre lo masculino indigena configuran una práctica performativa de lo masculino distinta a las que crean los imaginarios sobre lo masculino desde la experiencia negra, arabe, suroeste asiatico (tomando con responsabilidad las generalizaciones) etc.
Desde los enfoques más conflictivos de los “Men's Studies”, a los más desracializados de sesgo posestructuralista, hasta los más críticos que articulan vectores de opresión, desigualdad y violencia múltiple para pensar masculinidades, en algo coinciden los distintos abordajes que es en lo inherentemente violento y autodestructivo de la práctica performativa de lo masculino. A partir de ahí el horizonte está en problematizar y tensionar cómo esa práctica performativa de lo masculino va tener un impacto diferenciado por marcador racial. Y cómo esto se va representar de manera multidimensional en la salud mental, en la salud emocional, en la salud sexual, en las políticas del afecto, en las relaciones afectivas, en la paternidad, en las construcciones de ciudadanía, en la cultura comunitaria, en el espacio público, en el espacio institucional, frente al derecho, sistema de justicia y sistemas de disciplinamiento, en el mercado laboral, en la familia, en relación a la tierra y el medio ambiente, en relación a las políticas de género, frente al ocio, el placer y el esparcimiento.
No hace mucho conversábamos en un ejercicio comparativo sobre el trabajo de Luis de Lion y James Baldwin, como dos narraciones que habían puesto de relieve la potencia de los entramados coloniales en la construcción de la masculinidad racializada. En la codificación del deseo, la memoria, el lenguaje, el inconsciente y los traumas intergeneracionales en dos cuerpos que (por mandatos coloniales) están excluidos de cualquier dislocamiento en la identidad.
Luis de Lion disputó un nuevo horizonte civilizatorio al romper con el pacto ladino-colonial de la guatemaltequidad que desdibujó históricamente el agenciamiento sexual de la población indígena, le confirió deseo, placer a un cuerpo que se “asexualizo” de una forma deshumanizante en la conciencia nacional.
James Baldwin rompió con la heteronormatividad de la militancia negra de los derechos civiles, afirmó una experiencia identitaria que no se sujetó a las fantasías de la blanquitud liberal, concilio los modelos de organización comunitaria y espíritualidad política del bautismo negro con proyectos radicalmente anticoloniales.
Al final los dos sabían volar bajo, Luis de Lion conocía perfectamente los pactos del alcohol, la masculinidad indígena guatemalteca y los ritos de la homosociabilidad, y Baldwin conocía perfectamente el papel que jugaba el sistema carcelario, el desempleo y la policía como sistemas que vulneran la salud mental y emocional de la masculinidad afroamericana de forma intergeneracional.
Dice la vieja consigna que en la calles caminamos y en las intersecciones nos encontramos, a diferencia del impulso “posestructuralista” de muchos abordajes sobre “nuevas masculinidades” que reducen todo a un despolitizado y descafeinado horizonte “deconstructivo” es importante preguntarnos por la resistencia que tiene el sistema colonial-capitalista-patriarcal y su modelo civilizatorio de facilitar ese “horizonte deconstructivo” en ciertos cuerpos racializados, especialmente cuando históricamente ha explotado su fuerza de trabajo sostenido en la codificación de la masculinidad.
Tal como los personajes de Alain Mabanckou lo representan el entramado colonial, los traumas intergeneracionales, los vectores de opresión, desigualdad y violencia múltiple, las heridas coloniales forman parte de la construcción de las masculinidades racializadas. “Buttologist” identifica la relación inherente entre desposesión o falta y práctica performativa de lo masculino. Si la dignidad de la masculinidad racializada es inferiorizada cotidiana y sistemáticamente en el espacio público por el sistema y sus instituciones, encuentra en un conjunto de prácticas performativas un espacio de recuperación de la “dignidad” fragilizada. Toma prestado aunque sea por unas horas al día la posibilidad de calzar el patrón de la “masculinidad hegemónica”. El mandato performativo de lo masculino se experimenta colonialmente como un ejercicio de reparación histórica, un asiento prestado para comer en la mesa del monarca, un dispositivo para liberarse de la condición de oprimido a través del ejercicio de prácticas de opresión. Ahí la cuestión dramática y violenta en la que los tres tristes tigres aparecen detrás del telón.
RUMORES: Epistemologías Racializadas Y Saberes Anticoloniales
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