Fragilidad, blanquitud y libertad: pensar la pandemia a través de las migraciones ilegalizadas
Por Fiorenza Picozza
A principios de Mayo, un grupo de “intelectuales” – en su mayoría hombres blancos – publicó un llamado al presidente de la República Italiana, titulado “Nulla poena sine lege! No bajemos la guardia sobre los derechos inviolables garantizados por la Constitución”. El llamado partía de la preocupación por un giro autoritario global (citando un gran ejemplo de blanquitud neofascista de matriz latinoamericana, Vargas Llosa) y concluía alertando contra la asunción del “modelo chino” como referencia no solo sanitaria si no política. Nosotros no somos chinos, parecían sugerir los autores: “somos hombre libres, italianos, occidentales. Y revindicamos nuestras libertades y nuestros derechos”—cito textualmente.
Inquietudes parecidas se han expresado también en otros lugares poblados por mayorías de “hombres libres y occidentales”, particularmente España, donde la derecha se preocupa por una posible “dictadura constitucional” y Estados Unidos, donde grupos de la alt-right salen a la calle al grito de “mi cuerpo es mío y decido yo”, “el miedo es el verdadero virus”, “la libertad es la cura” y “el trabajo nos hará libres”. Mientras que se va reforzando la falsa dicotomía entre estados protectores y economías explotadoras, estas protestas refuerzan otra dicotomía entre libertades individuales y protección colectiva. Ya sabemos que, a nivel global, estos hombres (y mujeres) no son los verdaderos damnificados de la pandemia, ya que nos hemos alejado de la previsión de los médicos de Bergamo que esto iba a ser “el Ébola de los ricos”. A pesar de este dato, estos llamados para nada se preocupan para lxs que más han sido afectadxs en su supervivencia física y económica; pero esto no es ninguna novedad, porque su defensa de los “valores constitucionales” se basa en un discurso de matriz colonial por el cual, en la zona euroatlántica, las libertades se piensan a partir de sujetos blancos y de clase media, ya desde siempre conscientes de sus derechos inviolables.
Esta “primavera virtual” me sorprendió en México, a un océano de distancia de mis muchos afectos en estado de shock y progresivo confinamiento. A medida de que aumentaban las muertes, Italia se encontraba bajo un régimen de aislamiento mucho más duro que en otros países europeos; el fascismo – una herencia histórica siempre demasiado cercana, pero siempre demasiado desplazada de nuestra memoria individual y colectiva – se deslizaba no solo desde arriba, con la militarización y el estado policial, sino que también desde abajo, por el deseo de control y la creciente cultura de denuncias entre vecinxs y desconocidxs. En esas primeras semanas, sentí que Europa entraba en un nuevo periodo de fragilidad que lxs blancxs de clase media no habíamos experimentado en nuestra propia piel desde hace varias décadas. Muchxs a mi alrededor auguraban que esta renovada fragilidad nos volvería más empáticxs y tejería nuevas alianzas; pero yo más bien sentía que iba a reforzar las desigualdades, los nacionalismos y el individualismo. De echo escuchaba que muchas personas dejaban de participar en redes de apoyo a migrantes o a personas en situación de calle, no queriéndose asumir los riesgos legales y sanitarios y afirmando que este “no era el momento”. A pesar de las retóricas de unidad nacional, abrazadas un poco por todxs – incluso lxs que externalizaban el peligro del autoritarismo a la sola Hungría, porque el patrón narrativo que comenzó con las caravanas migrantes de 2015 es que Orbán es el malo del cuento y Merkel la heroína – se dieron muchas fracturas en el tejido social. Las revueltas en las cárceles fueron las más agudas desde los años ’80 y allá perdieron la vida trece hombres, casi todos con nombres extranjeros; la administración epidémica y el mismo miedo al contagio rompieron vínculos vivenciales y ceremoniales entre “sanxs” y “enfermxs”. En este panorama desalentador, cabe destacar que sí hubo redes de autocuidado y apoyo, profundamente arraigadas en los territorios de una forma que nuestros movimientos sociales no experimentaban ya desde hace tiempo. Pero es urgente repensar las borrosas fronteras entre caridad humanitaria y solidaridad política ya que, antes de la pandemia, las mismas ya eran terreno de disputa, desobediencia y (des)politización en el campo de las migraciones ilegalizadas. Con Lesbos y Lampedusa, Yemen y Siria, Haiti y Somalia en el trasfondo, el eslogan de la pandemia “Quédate en casa, salva vidas”, colgado por las calles y los metros de Ciudad de México, Londres y Chicago, remite directamente a años de campañas de las ONGs que nos invitaban a salvar el mundo cómodamente sentadxs en nuestros sofás.
Pero demos un paso atrás. Cuando a principios de marzo el coronavirus ya ocupaba las primeras páginas de los periódicos internacionales, yo seguía desde lejos los acontecimientos desgarradores que se daban en la frontera turco-griega. Lxs migrantxs que intentaban cruzar eran atacados con gas, golpeados y, en algunos casos, matados a balazos. Los neonazis incendiaban los locales de las ONGs – cuyos voluntarios eran tempestivamente evacuados de las islas – mientras impedían a los migrantes que alcanzaran los campos de “acogida”. La polarización entre un humanitarismo salvífico – pero del todo incapaz de resistencia política – y la agresiva necropolítica de Estado se agudizaba, ya que las instituciones europeas revindicaban Grecia como “escudo de Europa”, y afirmaban que la legitimidad para disparar a lxs migrantes “dependía de las circunstancias”. Muchos artículos periodísticos pronunciaban que Europa “moría” en esa frontera.
Las imágenes tomadas por Belal Khaled, publicadas en TRT Arabi, retraían un grupo de hombres desnudos que mostraban a la cámara sus cicatrices, tras ser golpeados y obligados a nadar de vuelta el río Évros por la policía griega. No mostraban nada verdaderamente “nuevo”, pero me transportaron la mente a otras imágenes, publicadas por Enrico Dagnino en Paris Match en 2009. Italia acababa entonces de firmar un acuerdo con Gadafi y empezaba las primeras devoluciones en caliente en el Mediterráneo – prácticas que, en realidad, ya se habían dado una década antes en el mar Adriático, cuando se devolvía a los albaneses, a menudo a costa de sus propias vidas. Las fotografías de Dagnino mostraban un grupo de hombres africanos que se quitaban la ropa, enseñando a los militares italianos y a Europa entera las cicatrices de las torturas que habían sufrido en los campos de detención en Libia. Uno de ellos, se arrodillaba y le agarraba la mano a un militar, implorándole de no devolverlo a ese lugar de muerte, directamente financiado por el gobierno italiano, gracias a ese trato con Libia. Yo tenía veinte años y experimenté por primera vez, ese “asombro porque las cosas que vivimos sean ‘todavía’ posibles”. Walter Benjamin nos advertía que ese asombro nace de una visión de la historia insostenible: esos eventos no eran una “excepción” sino que la verdadera regla de siglos de subordinación, despojo y violencia coloniales, a su vez íntimamente entrelazados con la filosofía liberal, sus leyes y sus “derechos”.
La década que, mientras tanto, he transcurrido acompañando a las luchas migrantes ha hecho que las fotografías de Khaled no me suscitaran el mismo “asombro”, sino una rabia e impotencia totalizantes. Sabía desde el principio que las crecientes preocupaciones públicas por el Covid-19 atañían solo a los “hombres libres y occidentales” y no a los cuerpos colonizados y desfigurados; por otra parte, me preguntaba dónde habían ido a parar todxs lxs activistas y voluntarios que en 2015 alardeaban de sus stickers con el logo “Refugees Welcome”. Lo que me suscitaba más desconcierto eran más bien los titulares de ese periodismo “migrantófilo” que insistía en la “muerte” de Europa. En los últimos veinte años, al menos 40,000 personas han perdido la vida en el Mediterráneo; probablemente muchas más. Innumerables otras siguen siendo sometidas a todo tipo de violencia social, legal, económica, simbólica y física.
El llamado de los “ilustrados” italianos llegó precisamente en el momento en el que se discutía la regularización de algunas personas indocumentadas ya presentes en Italia – un producto importante de las luchas de lxs bracerxs agrícolas migrantes, pero también una medida del todo oportunista e insuficiente frente a los “puertos cerrados” que tanto añoraba Matteo Salvini en su proyecto xenófobo y que, con la pandemia, se han vuelto una cruda e incontestable realidad. Los barcos que intentan la travesía se encuentran abandonados en el mar durante días, ya que ni Italia ni Malta quieren hacerse cargo de sus llegadas. La ASGI, una organización de juristas políticamente comprometidxs se ha empeñado en una importante lucha estratégica en contra del oportunismo económico del Estado, pero su llamado a la regularización de todas las personas sin papeles también se apela a los valores de la constitución, es decir, la presunta universalidad de los derechos humanos y civiles. Llegamos así a un circulo vicioso, porque esos valores están enmarcados en la historia del estado-nación y de la ciudadanía, que es precisamente una historia colonial: la historia de la “raza”. Como nos recuerda el teórico del pensamiento político negro Barnor Hesse, antes que ideología, la “raza” siempre fue práctica de gobernanza, una que naturalizaba que los ensamblajes de lo “europeo” pudiesen gobernar a los ensamblajes de lo “no europeo”. En el primer periodo colonial esta naturalización determinó la división racializada del trabajo y de la propiedad; más tarde justificó los modernos controles de frontera, enmarcados en la exclusión de lxs “coolies” asiáticxs que, procediendo del oriente “autoritario”, no tenían cabida en las “democráticas” colonias de asentamiento. A pesar de que los ensamblajes de la blanquitud y de sus otrxs cambien a través del tiempo, continúan a informar tanto la securitización de las migraciones y de las fronteras, como todas las disparidades de la colonialidad contemporánea: guerras, dictaduras, extractivismo y pobreza, es decir, precisamente las causas de tanto movimiento que, más que “desestabilizar” a Europa, Estados Unidos y Australia, realmente desgarra al mismo sur del mundo.
Los derechos constitucionales a los cuales se apelan los intelectuales italianos en su llamado, y que justamente reconocen ser violados por el estado de excepción de la pandemia, son precisamente los que se han sistemáticamente negado a toda persona ilegalizada o precariamente legalizada, en Italia como en el resto del mundo. Al principio de la pandemia era surrealista observar la preocupación por lxs turistas varados en Perú o Cuba – y a menudo rescatadxs con vuelos de estado – junto a la dejación total de lxs migrantes en tránsito por México o Turquía. A nivel global, lxs indocumentadxs ya residentes siguen siendo sistemáticamente excluidxs de políticas de mitigación de la recesión económica, así como del acceso a la salud pública, mientras que lxs documentadxs acaban formando las filas más abundantes de lxs trabajadorxs “necesarixs” pero también “desechables”, ya que se siguen exponiendo al contagio porque no pueden dejar de trabajar. Finalmente, la política de fronteras cerradas no ha detenido las deportaciones de lxs que ya estaban en detención, tanto desde México, como desde EEUU e Inglaterra, en el completo desprecio de la extensión del contagio hacia países más vulnerables.
La fragilización de la población blanca no parece haber producido mayor empatía o solidaridad, sino que mantiene la ceguera estructural sobre la igualdad existencial, y utópicamente legal, entre ciudadanx de primera, segunda y tercera clase, ciudadanxs y migrantes y turistas y migrantes. Sin embargo, y paradójicamente, cuando la pandemia todavía parecía un problema italiano – porque lxs italianxs gozábamos de una empatía global absolutamente ausente en el caso de chinxs e iranís – yo recibía infinitos mensajes de solidaridad precisamente por amistades que desde siempre sufren los efectos de la colonialidad global. Amigxs de Cuba reafirmaban que allá tenía una casa en el caso de no poder regresar a Italia al vencerse mi visa mexicana; conocidxs mexicanxs preguntaban si necesitaba comida o medicamento; un compañero nigerino de Lampedusa in Hamburg, que previamente vivió en Italia, incluso publicó un llamado a solidarizarse con lxs italianxs, abandonados por las instituciones europeas; finalmente, viejos amigos palestinos y afganos me preguntaban por la salud de mis padres. Efectivamente, yo estaba atravesando el umbral de mi propia “migración”, suspendida en la incógnita de cuando podría volver a abrazar a mis seres queridos y en la impotencia de mi ausencia en el caso de que alguien de ellxs muriera – preocupaciones aún más desconcertantes porque eran las mismas que vivían lxs que sí estaban en Italia. Las personas que más me sostuvieron en ese proceso fueron amistades que no han visto a sus familias en muchos años, atrapadxs en regímenes de frontera que quiebran los lazos afectivos e imposibilitan poder atender a las enfermedades, muertes y funerales de sus seres queridos. Muchxs han pasado por experiencias mucho peores que esta pandemia, o en su propia migración o en una permanencia marginalizada y de todas formas afectada por la migración de un familiar; ningunx de ellxs, en ningún momento, ha ridiculizado mis preocupaciones.
Aunque sea verdad que esta pandemia implica una nueva oportunidad para relacionarse con la fragilidad humana – con la muerte, la enfermedad, el riesgo, y la separación – no nos engañemos: esta posibilidad es “nueva” solo para aquellas porciones de la población mundial que vivían en la ilusión de la inmortalidad. La mortalidad nunca ha dejado de sentirse y manifestarse para la gran mayoría de las personas que habitan este planeta, incluso para muchxs “occidentales” que no caben en la definición de “hombres libres”: para lxs migrantes ilegalizadxs como para las mujeres trans, para lxs adictxs a sustancias y lxs presxs, para lxs inmunodeprimidxs y lxs trabajadorxs sexuales de la calle, para las familias victimas de desapariciones y feminicidios, para lxs activistas ambientales indígenas y los habitantes de las zonas mas contaminadas industrialmente, para las personas con tendencias suicidas y enorme sufrimiento psicológico, para todas las poblaciones diezmadas por las guerras y para los millones de muertos anuales por infecciones bacterianas y virales que en otros lugares se podrían fácilmente curar. Este engaño, esta universalización de la fragilidad y falta de libertad de algunxs está magistralmente tejido en un texto publicado recientemente por el filósofo queer Paul B. Preciado, en el cual escribe que “el cuerpo, tu cuerpo” se vuelve ahora el nuevo objeto de la biopolítica y que “el nuevo Lampedusa es tu piel”. Acá Preciado parece dar por descontado que sus lectorxs no hayan efectivamente transitado por las muchas Lampedusas de este planeta, incomparables con la experiencia del confinamiento en casa. Lampedusa y Lesbos se reconfirman así en el imaginario blanco como territorios abstractos, masificados, cuyos habitantes nunca pueden llegar a la singularidad del cuerpo de la lectora, contenido en ese “tú”.
Más que nunca tenemos que desconfiar en la humanitarización de esta política de la fragilidad, narrada a través de las imágenes emotivas de los camiones militares que llevan los cadáveres fuera de Bergamo porque ya no hay espacio en el crematorio local, o en las de Hart Island en el Bronx, donde se excavan fosas comunes para los cuerpos no reclamados. Las luchas migrantes nos enseñan que la imaginación humanitaria cubre la violencia colonial – y en este caso también el fascismo preventivo – a través del chantaje de la “crisis” y la retórica presentista por la cual “ahora no es posible pensar”. Durante años, el espectáculo fronterizo no nos ha dejado tiempo para pensar en las violencias de los espacios de “acogida”, las asimetrías de poder dentro de las estructuras de apoyo, y mucho menos las causas estructurales de esas migraciones; la pregunta más urgente era siempre “qué hacemos con lxs migrantes que llegan mientras tanto”? La misma pregunta hoy entraña la administración de los cuerpos de lxs enfermxs y de lxs muertxs, mientras que muchxs se rinden incondicionadamente a la tríade fascista “Dios, Patria y Familia”, sustituyendo Dios con la ciencia y medicina institucionales; así se pierde la capacidad de pensar colectivamente la asunción del riesgo dentro de las relaciones de amor, cuidado y solidaridad, y se entregan lxs enfermxs a los hospitales y al Estado, como si la fragilidad de los cuerpos fuera un mero hecho de administración técnica.
Mientras todxs esperamos, de una forma u otra, que la pandemia desaparezca en un suspiro, así como apareció, las fracturas políticas se van agudizando, incluso se redibujan y polarizan; pero otros lazos se van tejiendo, compartiendo rabia, miedo, ternura. En los meses por venir me parece de prioridad absoluta aferrarnos a estos lazos, “ser bálsamo para muchas heridas”, como escribía Etty Hillesum en otros tiempos muy oscuros, pero hacerlo a partir de un horizonte político capaz de pensar los muchos ensamblajes y estratificaciones que nos hacen unxs dignxs de ternura y solidaridad mientras que otrxs no. Recurrir al estado estratégicamente, sí, para que provea ese mínimo de necesidades que a veces provee y a menudo no, según los cuerpos, las geografías y los momentos, pero no confiar nunca, ni por un solo minuto, en ese Estado feminicida, migranticida, extractivista y explotador que denunciábamos hasta ayer.