NARRATIVA

Dear White People: Obviedad, o el tabú cultural imposible de nombrar.

Por Fabian Villegas

 

Existe un paquete de palabras y conceptos para los cuales el escenario cultural Latinoamericano aún no está preparado. Quizá tengamos que esperar 15 años, o la eclosión mediática de un nicho cultural que ayude a masajear y flexibilizar el cerco sanitario que se tiene con ese paquete de palabras y conceptos.  Me faltarían dedos en las manos incluso en los pies para contar las innumerables ocasiones donde percibí incomodidad y molestia por utilizar “blanco” como un adjetivo cultural, ideológico o estético. Como por ejemplo decir que la música de Moby o Vampire Weekend es muy blanca, la estética de la película Amelie o HER de Joaquín Phoenix es muy blanca, hacer roller derby es muy blanco, la afición por la mitología celta es muy blanca, la literatura de Anais Nin es muy blanca, y preocuparse por si algo está libre de Gluten también lo es. 

Nombrar lo blanco como categoría cultural, epistémica o estética en un contexto regional atravesado por la lógica del eurocentrismo y el colonialismo interno no solo resulta incomprensible, sino incluso es capaz de invisibilizar violencias y producir narrativas tan ingenuas como “eso es racismo a la inversa”. El color blindness y la ceguera selectiva es tal que el escenario cultural latinoamericano tiene los recursos analíticos para identificar algo suficientemente “gringo”, “árabe” ,“africano”, “asiático”, “latinoamericano” “indigena”, “negro”, pero es incapaz de identificar algo como suficientemente blanco o eurocéntrico, en términos epistémicos, ideológicos o estéticos. 

La nueva serie de Netflix “Dear White People” sale a la luz en un momento particular, totalmente distinto a la coyuntura en que salió la película en el 2014, en la cual fue inspirada la serie. 

Pareciera que en 2014, bajo los auges del liberalismo en la retórica política, el obamismo desbordado y los metarelatos de la era post racial hacían de la película un documento más de complacencia, critica cómoda y neutralización política de la discusión sobre agenda racial y “black experience” en los Estados Unidos. Satirizando a través de episodios de racismo orgánico en un hipotético Iv League que bien podría ser Yale, Princeton o Harvard. Episodios que forman parte ya de un estandarizado discurso de ciertos sectores del progresismo y liberalismo blanco y de color en los Estados Unidos. Que no por eso, no es que carezcan de relevancia, pero que por un lado no profundizaban en la discusión sobre racismo institucional, desigualdad y justicia racial, y por otro lado refrendaban alegóricamente la narrativa demócrata de la administración Obama. Reduciendo los problemas de estructura y de sistema a una perspectiva culturalista, descafeinada, chistosona, que a través del humor estandariza ideológicamente, nos crea la ilusión de estar de lado de la lucha solo por nombrarla, al mismo tiempo que nos corta el cordón umbilical con la materialidad de la opresión y la violencia racial de fondo. 

En el 2014, frente a los brutales asesinatos de Michael Brown, Eric Garner, Tamir Rice, Yvette Smith, entre muchos otros más por parte de la policía de los E.U, la película me resulto incluso molesta, una bobería que incluso banalizaba la agenda racial en todas sus dimensiones. No pude dejar de pensar en el excelente texto “Decolonization is not a metaphor” de Eve Tuck, donde identifica el nivel de trivialización, descontextualización y despolitización del concepto “descolonizar”, en el escenario de la cultura alternativa y liberal en los Estados Unidos. “Descoloniza tu dieta, descoloniza el yoga, descoloniza la meditación”, desde un horizonte de superficialidad, que reduce el concepto al lugar de un adjetivo y un ornamento, sin potencialidad emancipatoria, revolucionaria y transformadora. Que le quita su acepción como concepto practico de trasformación de realidades históricas, de recuperación de memorias históricas y de superación de opresiones múltiples que articulan raza, clase, género y contextos geopolíticos.

La serie de Netflix de este 2017, emerge en una coyuntura política muy distinta, una coyuntura política marcada por el fin de las democracias liberales, y el regreso de los ultra conservadurismos y fascismos societarios no solo en los E.U, también en Latinoamérica, Europa, etc.  Coyuntura que reivindica la vigencia histórica del “white supremacy”, como categoría política para entender muchos de los escenarios que tenemos en frente. No es que las democracias liberales no enarbolen racismo, son innatamente racistas pero no publica y deliberadamente. 

La era Trump, como los fenómenos de Marine Lepen en Francia, Geert Wilders en Holanda, Viktor Orban en Hungría, Nigel Farage en Inglaterra, Norbert Hofer en Austria no son solo peligrosos por la embestida institucional, sistémica, y por su administración publica, sino también, en términos de representatividad por lo que legitiman social y políticamente en la cotidianidad, con eso me refiero al cumulo de fantasías idílicas innatamente racistas de sus simpatizantes y electorado. Frente a la explosión de prácticas racistas en el espacio público y privado, agresiones, intimidaciones, bromas, acosos, insultos en el metro, hospitales, súper mercados, playas, escuelas, vía publica, buses, mesas de comida, aeropuertos, instituciones públicas, museos, entornos laborales, se vuelve aún más relevante y necesaria la narrativa de la serie Dear White People.

Con humor y sátira pone de relieve un montón de violencias y prácticas racistas que deberían de ser obvias, pero que los contextos de colonialidad han decidido intencionalmente naturalizar o banalizar. Siendo esos mismos contextos racistas los que han diseñado las categorías ideológicas para definir que es racista y que no es racista, “naturalmente”, se han hecho permisibles todo tipo de prácticas de racismo y violencia colonial.

La misma coyuntura y el escenario política hace que la serie transicione de una sátira estandarizada a una narrativa considerablemente contra hegemónica, que identifica violencias, desnaturaliza desigualdades, disputa otras identidades, lenguajes, estéticas, descoloniza imaginarios, y es capaz de hacer correlatos entre violencias “cotidianas”, inorgánicas con racismos institucionales, estructurales, sistémicos.

Hay un mosaico de conversaciones por detonar a través de la serie, relaciones interraciales, cuotas raciales en la educación pública y privada, privilegios de clase, el aislamiento y la falta de articulación del movimiento negro contemporáneo con otras experiencias y procesos dentro y fuera de los E.U, el White Supremacy y el mito de la era post racial, la Black Bourgeoisie, el progresismo blanco innatamente racista, masculinidades, representaciones, la hegemonizacion de la cultura afroamericana en el concepto de “color” yen la conversación sobre “agenda racial” y un sinfín de tópicos más. 

Conversaciones que en muchos espacios sean discutido, pero que en otros, como en el contexto regional de Latinoamérica, la conversación se abre como nueva, y es potable en medida que haga analogías entre la serie y su propia experiencia histórica de estratificación racial y colonialidad cultural.

 

Si me pudiera quedar con un capítulo de la serie para abrir la conversación, me quedaría definitivamente con el capítulo 5 que escribió Barry Jenkins. Me quedaría con ese final, donde Reggie postrado en la puerta de su cuarto rompe en llanto después de ser objeto de un episodio deshumanizante de racismo y abuso policial en una fiesta de la universidad. Me quedaría con ese capítulo no por ser posiblemente el más dramático de la serie, sino sencillamente por ser el capítulo que mejor logra condensar la transversalidad de la violencia racial, que toca de la misma manera el derecho a ciudadanía y al espacio público, que las fibras del afecto y las representaciones que uno construye sobre sí mismo en términos de masculinidad.