La peligrosa historia del inmunoprivilegio
Por: Kathryn Olivarius
A finales del mes pasado, un sitio web conservador llamado The Federalist publicó un artículo que proponía que los estadounidenses jóvenes y saludables se infectaran deliberadamente por el Covid-19 como parte de una estrategia nacional de “infección voluntaria controlada”, con el fin de desarrollar la “inmunidad de gremio”. Si un suficiente número de estadounidenses se expusieran al virus y se volvieran inmunes, afirmaba esta teoría, el país podría movilizar un contingente de ciudadanos inmunizados, los cuales podrían reabrir negocios, volver a sus trabajos y así rescatar a la economía.
Expertos en salud pública y economistas refutaron ampliamente el artículo, en cuanto lógicamente dudoso y éticamente engañoso; sin embargo, este pensamiento ya produjo metástasis. Personas como Glenn Beck y el Teniente Gobernador de Texas Dan Patrick moldean la inclinación a soportar la enfermedad por coronavirus como una acción patriótica y pro-economía; Alemania, Italia y Reino Unido juegan con la idea de “pasaporte inmunitario”, es decir una certificación de superación de la enfermedad por Covid-19, el cual permitiría que los que hayan desarrollado anticuerpos vuelvan a trabajar más rápidamente.
Que las personas puedan invertir el “inmunocapital” que han ganado con gran esfuerzo suena a ciencia ficción. Sin embargo, mientras esperamos meses o años por una vacuna viable, aprovechar los anticuerpos de algunos podría efectivamente formar parte de nuestra estrategia económica. Si será así, deberíamos acatar las lecciones del pasado y tener cuidado con los potenciales peligros sociales. Como historiadora, mi investigación se ha centrado en un tiempo y espacio – el Sur profundo del siglo XIX – que en su momento operó a través de una lógica muy parecida, aunque con un virus extremadamente mas letal y espantoso: la fiebre amarilla. La inmunidad individual permitió que la economía se expandiera, pero de manera desigual: a beneficio de los que ya se hallaban arriba de la escala social, y a expensas de todos los demás. Cuando un virus furioso chocó con las fuerzas del capitalismo, la discriminación inmunitaria se convirtió en una forma más de prejuicio, en una región que ya se basaba en la desigualdad racial, étnica, de genero, y de ingresos.
La fiebre amarilla, un flavivirus transmitido por los mosquitos, era ineludible en el sur profundo del siglo XIX y era motivo de terror constante en Nueva Orleans, el foco de la región. Durante las seis décadas que transcurrieron entre la Compra de Luisiana y la guerra civil, Nueva Orleans sufrió veintidós brotes epidémicos, que en total mataron a más de 150.000 personas. Quizás otras 150.000 murieron en las ciudades cercanas. El virus mató a cerca de la mitad de los infectados, y los mató de formas horribles; muchas víctimas vomitaban espesa sangre negra, con la consistencia y el color de los granos de café. Los afortunados supervivientes se convirtieron en “aclimatados”, es decir inmunizados de por vida.
La Nueva Orleans prebélica era una sociedad de esclavos en la cual los blancos dominaban a las personas de color libres y a las personas esclavizadas a través de una violencia formalizada legalmente. Pero hubo otra jerarquía invisible que se añadió al orden racial; “los ciudadanos aclimatados” blancos se hallaban en la cima de la pirámide social, seguidos por los “extranjeros no aclimatados”, y luego por todos los demás. Sobrevivir la fiebre amarilla se nombró localmente como el “bautismo de la ciudadanía”: era la prueba de que una persona blanca había sido elegida por Dios y se había establecido como actor legítimo y permanente en el Reino del Algodón.
La inmunidad era muy importante. Los blancos que no estaban “aclimatados” se consideraban ineptos para el empleo. Como lamentó el inmigrado alemán Gustav Dresel entorno en la década de 1830, “busqué en vano por un puesto de contable” pero “contratar a un joven no aclimatado representaba una mala especulación”. Los aseguradores de vida rechazaban de plano a los solicitantes no aclimatados o más bien les cobraban un considerable “recargo de clima”. Si eras blanco, tu estatus inmunitario afectaba dónde vivías, cuánto ganabas, tu posibilidad de pedir crédito, y con quién podías casarte. No sorprende, entonces, que muchos inmigrantes recién llegados buscaran enfermarse activamente: acurrucándose juntos en viviendas estrechas, o recostándose en una casa donde un amigo acababa de morir. Eran los precursores prebélicos de las “fiestas de varicela”, solo que eran mucho más mortales.
Sin embargo, la inmunidad era más que un producto de la suerte epidemiológica. En el contexto del sur profundo se empuñaba como una arma. Desde el principio, los blancos ricos de Nueva Orleans se aseguraron de que, si los mosquitos eran vectores de igual oportunidad, la fiebre amarilla no iba a ser ciega frente a las diferencias raciales. Los teóricos pro-esclavitud utilizaron la fiebre amarilla para afirmar que la esclavitud racial era natural, incluso humanitaria, porque permitía a los blancos de distanciarse socialmente; podían quedarse en casa, en relativa seguridad, ya que los negros se veían forzados a trabajar y comerciar en su lugar. En 1853, el periódico “Weekly Delta” afirmó, ridículamente, que tres cuartas partes de las muertes por fiebre amarilla eran de abolicionistas.
Las personas negras tenían acceso limitado a los cuidados médicos y tenían el mismo miedo que todos los demás. Pero las personas esclavizadas que habían logrado la inmunidad vieron su valor aumentado de un 50% por sus dueños. En suma, la inmunidad de los negros se convirtió en el capital de los blancos.
La fiebre negra no moldeó el Sur en una sociedad de esclavos pero amplificó la división entre ricos y pobres. La alta mortalidad resultó económicamente provechosa para los ciudadanos más poderosos de Nueva Orleans, porque la fiebre amarilla condenaba a los trabajadores asalariados a la inseguridad y entonces los incapacitaba en cuanto a la negociación. No es de extrañar, entonces, que los políticos locales no quisieran gastar el dinero de los impuestos en medidas de saneamiento y cuarentena y que más bien, argumentaran que la mejor solución para la fiebre amarilla era, paradójicamente, más fiebre amarilla. La carga se puso en que las clases trabajadoras se aclimataran, no en que los ricos y poderosos invirtieran en una infraestructura de redes de seguridad.
Sabemos que las epidemias y pandemias exacerban las desigualdades existentes. En las últimas tres semanas, más de 16 millones de estadounidenses – muchos de los cuales son meseros, choferes de Uber, limpiadores, cocineros y cuidadores – han solicitado el seguro de desempleo. Mientras tanto, los ejecutivos de tecnología, los abogados y los profesores universitarios como yo podemos aislarnos en nuestras casas, trabajar en línea y aún así recibir nuestras nóminas y conservar el seguro médico. Los estadounidenses más ricos y más pobres ya están experimentando el capitalismo-corona de manera diferencial.
Una vez más, los políticos americanos argumentan que la inmunidad viral podría movilizarse para el beneficio económico. Si bien algunas versiones de esta estrategia parecen posibles, quizás incluso probables, no deberíamos permitir que un sello oficial de inmunidad al Covid-19, o la voluntad personal de arriesgarse a la enfermedad, se conviertan en prerrequisitos para el empleo. Tampoco debería usarse la inmunidad para aumentar las desigualdades sociales preexistentes. La desigualdad racial y geográfica ya existe en cuanto a la exposición al virus, así como al acceso a las pruebas. Las personas más vulnerables de nuestra sociedad no pueden ser castigadas dos veces: primero por sus circunstancias y luego por la enfermedad. Eso ya sucedió y no lo queremos repetir.
Traducido originalmente por Fiorenza Picozza para Contranarrativas
Publicado originalmente en NYTIMES